En el sistema tributario español no puede existir un tributo sin capacidad económica que someter a imposición.
Lo dicen la Constitución Española, cuya clave de bóveda de nuestro sistema tributario dice en su artículo 31.1 que “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica…”. (El destacado es nuestro).
Lo afirma también la norma básica de nuestro Ordenamiento Tributario, la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, la LGT, aunque limitándose a uno de sus tres grupos: los impuestos, al establecer en su artículo 2.2, a):
“Impuestos son los tributos exigidos sin contraprestación cuyo hecho imponible está constituido por negocios, actos o hechos que ponen de manifiesto la capacidad económica del contribuyente.” (El énfasis es nuestro).
Por último, no cesa de ratificarlo nuestro Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la Constitución Española, verbigracia en sus sentencias relativas al Impuesto Municipal sobre el Incremento del Valor de los Terrenos Urbanos (nunca impuesto tan local dispuso de tan kilométrico título), STC 59/2017, 126/2019 y182/2021.
Entonces, si esto es así ¿Qué capacidad económica existe en el daño ambiental, por ejemplo, en los residuos urbanos, generadores del hecho imponible de varios novedosos tributos locales? ¿Quid del Impuesto sobre los Gases Fluorados de Efecto Invernadero?
Por no hablar de que alguien podría plantearse que si vivimos en la era de la digitalización ¿No podemos gravar el dato, el sacrosanto bit, la esencia de la actividad económica? Y, si seguimos en tal mar de dudas y aceptamos que nuestra economía es la “economía del dato” ¿Cómo la sujetamos a imposición? ¿Vale lo mismo una carta de amor que una fórmula farmacéutica, si se expresan en idéntico número de gigas?
Lo mismo es que, a lo mejor, posiblemente, tentativamente, etc., deberíamos repensar las categorías tributarias y adecuarlas a las nuevas realidades sociales, económicas y tecnológicas.
